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Portada de Amnesty (I), Crystal Castles, 2016. |
¿Qué
queda del punk en 2016? ¿Qué queda
del rock? ¿Qué sentido tiene la
rebeldía en un mundo masivo donde todo, absolutamente todo, es tan
revolucionario como banal y anodino? Donde todo el mundo puede decir cualquier
cosa, pues las palabras no sirven para nada; donde, con mover la ruedecilla del
ratón, puedes pasar de ver la fotografía de una magdalena de colorines a la de
un niño calcinado que ya no tiene fuerzas ni para llorar; puedes darle like a la magdalena, o al niño, o a las dos cosas, qué coño, y
salir a la puta calle a comprarte un smöoy,
quejarte (siempre en facebook, o en twitter, claro) de qué mal está el mundo,
que las elecciones son en navidad, joder, qué putada, y a cazar pokémon, que es
lo que está de moda, a follarse a una entre cinco, joder, qué envidia, qué
pasada, qué puta pasada. Yo no he vivido el punk,
yo nací en los noventa, y en el mundo en que he crecido no hay cabida para el punk, no hay gritos lo suficientemente
fuertes como para ser escuchados, ni siquiera hay interés en oírlos, ese
no-futuro que predicaban los Sex Pistols ya ha llegado, ¿y ahora qué? ¿Qué
podemos conseguir con las palabras? ¿Un millón de likes? ¿Un millón de likes
para cambiar el mundo?