Portada de Amnesty (I), Crystal Castles, 2016. |
¿Qué
queda del punk en 2016? ¿Qué queda
del rock? ¿Qué sentido tiene la
rebeldía en un mundo masivo donde todo, absolutamente todo, es tan
revolucionario como banal y anodino? Donde todo el mundo puede decir cualquier
cosa, pues las palabras no sirven para nada; donde, con mover la ruedecilla del
ratón, puedes pasar de ver la fotografía de una magdalena de colorines a la de
un niño calcinado que ya no tiene fuerzas ni para llorar; puedes darle like a la magdalena, o al niño, o a las dos cosas, qué coño, y
salir a la puta calle a comprarte un smöoy,
quejarte (siempre en facebook, o en twitter, claro) de qué mal está el mundo,
que las elecciones son en navidad, joder, qué putada, y a cazar pokémon, que es
lo que está de moda, a follarse a una entre cinco, joder, qué envidia, qué
pasada, qué puta pasada. Yo no he vivido el punk,
yo nací en los noventa, y en el mundo en que he crecido no hay cabida para el punk, no hay gritos lo suficientemente
fuertes como para ser escuchados, ni siquiera hay interés en oírlos, ese
no-futuro que predicaban los Sex Pistols ya ha llegado, ¿y ahora qué? ¿Qué
podemos conseguir con las palabras? ¿Un millón de likes? ¿Un millón de likes
para cambiar el mundo?
Su
música es algo a medio camino entre ese punk
que ya no existe y la rave putrefacta
de los noventa, sonidos estridentes y machacones como los que producía The
prodigy, voces distorsionadas cuyos gritos se pierden en la amalgama digital, que
cantan sobre la guerra, sobre la violencia doméstica, sobre el exceso de
información, sobre un montón de cosas que apenas se distinguen entre todo ese
ruido, porque en realidad no importan, porque nadie va a hacer nada para
cambiarlas, porque cuando el mundo arda nosotros estaremos bailando frente a
una cara bonita (antes la de Alice, ahora la de Edith) y unos beats molones. Lo que hacen los Crystal
Castles con su música es manifestar el apocalipsis digital en el que vivimos,
la deshumanización capitalista de la que, paradójicamente, ellos mismos forman
parte. Son conscientes de todo ello y siguen adelante, haciendo música y
cediendo los beneficios de las ventas a Amnistía Internacional. Saben lo que
hacen, y en mi humilde opinión, lo hacen de maravilla, han sabido construirse
su castillo de cristal, una maquinaria monstruosa y admirable al mismo tiempo,
con todos sus engranajes visibles y chirriantes pero en perfecto
funcionamiento.
Amnesty
(I) se
inicia con un sample del estribillo de Smells like teen spirit de Nirvana, interpretado por un coro
infantil y reproducido al reverso, acompañado por una fuerte producción
electrónica, de tal forma que al final de Nirvana queda poco en esta canción
que lleva por título Femen.
Es un tema emotivo, grandilocuente, que parece invitar a la revuelta, a la
lucha… Pero pronto se ve truncado por la segunda canción, mucho más
discotequera: Fleece. El
sonido general del disco no se diferencia demasiado del tono que ya quedó
marcado en Crystal Castles
(III), temas que van desde lo más etéreo (Char, Their kindness is charade),
hasta los más ruidosos (Enth), pasando por toda una escala de grises en
la que destacaría el tema Sadist.
Una primera escucha del disco puede ser muy agobiante, sobre todo
para un oído que no esté acostumbrado a este tipo de sonido tan ruidoso, pero
vale la pena hacer el esfuerzo de escuchar el ruido, buscar los matices,
entender el fenómeno, ver a Edith cantando a su puta bola entre el público de
un concierto que no es el suyo, que no le hace el más mínimo caso, como esas
capas y capas de ruido atronador que intentan acallarla sin lograrlo del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario