4/8/16

RAÍCES: domingo de poesía en la Algameca Chica

Cartel promocional de RAÍCES, obra de Ginés López Montalbán.
Ya es domingo. Hoy decido descansar la mente, tirarme a la ría y nadar, el sol y la tierra me agotan. Ha sido un fin de semana denso, y este cuerpo (que ya no es casi) necesita flotar sobre el agua, hundirse en ella, perder de vista el cielo y sentir que la carne no es tanta carga, que se puede respirar bajo el cielo, aunque pese. Sentir que el azul no solo me habita a mí, secándose, como un charco en el desierto, sentir que el azul me rodea y me acuna. Tirado sobre el agua, no escuchar el ruido de los coches, ni la música hortera que algunos llevan a todo volumen en el móvil o en la radio, solamente el rumor del agua, el sonido de las chicharras, las voces de los niños, el hilo de las cañas de pescar… Solo eso y nada más.

Pasa el rato y se va acercando la hora de que comience el primer recital del día, el de José Óscar López. Aún con el salitre en la piel, me acerco al escenario. Y como yo, empiezan a acercarse otras personas, gente que viene a sentarse en una silla, en silencio, a escuchar poesía. Soy consciente de lo grande que es eso. Hoy es el último día de RAÍCES, y parece que va a ser también el más multitudinario, con una presencia de un público más numeroso que en días anteriores. Conforme la gente va posicionándose, Góngora y Quevedo suben al escenario a presentar a José Óscar, dando así por iniciada la jornada.

José Óscar sube al escenario y comienza pronto a recitar. Como habían vaticinado Quevedo y Góngora en la presentación, si algo caracteriza a sus verbos es su expansividad, “como el universo”, decían. Recita poemas extraídos de poemarios ya editados, como los de Llegada a las islas (Baile del sol, 2014) o ese apocalíptico y narcótico canto XVII de Vigilia del asesino (Celesta, 2014); así como también recita algunos inéditos. Comparto con vosotros este poema, extraído de Llegada a las islas, cortesía del autor.

Recapitulación de un viaje

No es que me guste equivocarme.
Es que, sencillamente, me equivoco.

Mientras tú te burlabas de mi torpeza habitual
y de mi tontería, ¿qué podía hacer yo
más allá de insistir?
No estoy cantando, ¿no lo ves?
Sólo trato de hablar de cómo hacerlo.

Lo sé, lo sé, aquí hay no nadie.

Allí, a años luz, arriba, lejos,
muy lejos de cualquier planeta habitado,
a mil kilómetros por hora, un corazón
no es un corazón:
yo fui esa velocidad,
encarné lo que huía
para quedar siempre detrás de mí.

¿Puedes imaginar qué significa
cruzar todo ese espacio?

¿Puedes imaginar lo que supone?

Dame tu rostro un nuevo día, sálvame
en todos estos rostros sucesivos
mientras, despacio, voy amontonando
tierra: lo hago con mis manos.

Campos color de lápiz de color,
¿puedes imaginar mi soledad
a dos centímetros por hora,
absorto entre montañas?

¿Puedes imaginar mi soledad
mientras creaba el mundo?

A continuación llegó el turno de Vicente Velasco Montoya, autor de los poemarios Ningún lugar (Diputación provincial de Jaén, 2012) y Principio de gravedad (Balduque, 2015). Sube al escenario con gafas de sol, una cerveza en la mano y un cigarrillo en la otra. Comienza a leer en un tono cadencioso, lee algunos poemas inéditos, pero se centra sobre todo en los que componen su último poemario, Principio de gravedad. En sus versos, las nubes se tornan grises, las páginas tienen rodales de tazas de café, las gafas de sol ocultan las ojeras consecuencia de un insomnio permanente, es de noche, y suena un eterno tema de jazz. Sirva de muestra este poema, el decimoctavo de Principio de gravedad, cortesía del autor.

XVIII
(decadencia proclamada)

Barajo las cartas de la decadencia
y conozco nota a nota los tiempos
variables en The Kölh Concert
de Keith Jarret. Mi memoria
se desliza y mis lágrimas
son hierba de tormenta,
relámpagos fugaces
de la única melodía
donde resido indemne.

Soy capaz de llorar. Acabar con todo.
El resto de mis recuerdos se anulan
en golpetazos de puertas, como piedras
quebradizas al colisionar entre sí
sin más espacio que el agudo dolor
de la existencia rápida y fútil
donde aún no reconocemos nuestro nombre.
Al menos soy capaz de llorar,
de retratarme con pocos años asustado
ante la muerte, la ausencia de mi madre,
la ausencia de la luz por la noche,
la incapacidad de imaginar la maldad.

Hoy ya distingo entre la miseria y la decadencia.
El ser humano del ser humano. Quedan tan pocos,
tan pocas conversaciones, palabras
sensatas sobre la órbita de los días.
Quedan tan pocos y tienen tanto dolor,
tan poco que ofrecer, nadie que elegir,
nadie y nada es la idea que nos resta
por salvar del ocaso de los tiempos.
Quedan escasos ejemplares.
Y mucho ruido, mucha basura espacial
rodeando nuestras conciencias,
toda una gravedad cero, un punto exacto
de ignición donde arder y consumirnos,
implosionar y caer en la boca del olvido.

También he dejado de entablar discusiones,
debatir, enjuiciar. Aquí todo vale.
Aún creen en Dios cuando encontraron hace décadas
su cuerpo en un estado avanzado de putrefacción.
Se inventan voces, paradigmas de personalidad,
excusas para los locos, la sed del desierto.

En verdad que hay un ESTADO DE SITIO en toda regla.
Los horarios están controlados, las calles cortadas,
las reuniones vigiladas y la luz nocturna secuestrada.
Estamos en aislamiento y vosotros mismos
sois los capos de vuestro aliento en el espejo
Yo sólo os puedo confirmar el miedo, la sinrazón, la angustia.
Y que Keith Jarret sigue sonando.
En mi boca, en el silbido de la brisa.
Por todas partes.

A continuación llega el turno de Federico Ocaña y Alberto Pizarro, dos jóvenes autores que llegan pisando fuerte. Alberto se debate entre poemas algo naïves sobre cuestiones cotidianas, como los haikus de los insectos o los de la alcahueta, y otros poemas de temática más social como los de los desahucios. Federico Ocaña escribe poemas en los que el silencio y el no-lenguaje adquieren una importancia capital, casi mayor que la del lenguaje en sí. Sus poemas son breves frases, precipicios, desprendimientos, que siempre requieren de algo de aire donde caer, y mentes despiertas capaces de rellenar los huecos, o de apreciar el vacío. Juntos se complementan el uno al otro, estableciendo un diálogo entre lo liviano y lo profundo. Comparto con vosotros este poema de Federico Ocaña, extraído de la antología Marca(da) España (Amargord, 2014).

pusieron arista en la palabra
alambre de espino jaula
suprimieron letra (a) letra
sus nombres arrojaron fuera
otros
no
hicimos nada


Finalmente, llega el turno de Andrés De la Orden. De él ya hablé aquí cuando vino a recitar a La montaña mágica, la librería regentada por Vicente Velasco. Y qué decir ahora que no dijera entonces… Su recital funciona como el cierre perfecto a la noche y al festival, una noche que se torna aún más negra con sus versos, unos versos cristalinos como el agua de mar, sucios como la existencia humana, marcados a fuego por el sol abrasador, sangrantes, dolientes y sinceros. Para despedirme, compartiré con vosotros este poema de Andrés De la Orden, extraído de su poemario Metal negro (Raspabook), un poema con el que todos, en mayor o menor medida, nos podremos identificar.

Abuela

Siempre fui un gilipollas, abuela,
lloraba ese adolescente, se derrumbaba, era joven, era fuerte, lucían soles y no había en mi sangre fármacos,
tú me preparabas esos desayunos de pan tumaca a lo Cabo de Palos,
era la sal,
era el aceite,
era el tomate y el Levante y el Lebeche,
un gilipollas, querida abuela,
te plañía maitines porque no se me quería, y pensé que tú estarías allí
para siempre.

Ahora no sé si estás para poder perdonarme,
para decirme que es lógico que no te abrazara y te comiera a besos,
que diera por ciertas tus velas a los muertos y tus calderos tras la playa,
para taparme el acta de defunción que gimió al último adiós en esa camita de Cartagena,
ahora no sé si me escuchas, pero si lo haces, perdóname, por Dios o su puta abuela,
perdón.


Fuiste una hoz y un martillo y un velamen y una red tupida, marinera,
las jóvenes me dejaban por bajo y feo, y tú me decías que llegaría el día,
en cada noche la visita al Faro y a tus risas de ser enorme,
de acantilado que ha encarnado mil estrellas y mil golpes, y que se comió las costas,
y llevabas razón, abuela, sí, ahora ya casi todo me da igual,
y me rebanaría la polla por poder tomar contigo mi último pan tumaca,
porque me dijeras que tu edad fue parca y difícil y llena de costrones de horror, y nunca
nunca
te quejaste,
tu marido parapléjico y convertir las heces en ternura,
tus hijos de cierta lejanía y tu bata de cola como una coraza inexpugnable,
tu amor que un día murió, el puto cáncer, la boca enjoyada y de pronto un rictus
por Dios, Cornelia, por Dios, levántate y anda,
que odio a esos falsos cielos que no te tienen mientras campo entre psiquiatras que no te sustituyen,
sabia de la tierra y de la mar, que entonces la edad era pronta y aún el alcohol era grato,
y a tu marcha el golpe del Lorazepam quedó como la mácula que ya no abandona,
los antidepresivos son golosinas y tu nieto perfecto ha pasado a arrastrar el arrabio de la sed,
no podré sin ti, abuela, no podremos, ninguno de nos,
dicen de mí que lo soy, abuela, que soy un buen juez y un nieto digno, mas sólo tu memoria me mantiene,
vuelve, pues, vuelve, abuela,
no tengo flores ni iconos ni más ídolos trágicos que el verso desolado y el deficiente padre,
pero hoy es tu día, como todos lo son,
y he pringado una tostada de un tomate de rojo y pasión que nadie, que nadie,
que nadie
se come.

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