22/11/16

Presentación de Nacionalizado Bonobo, de Hugo Cano Fernández

Portada de Nacionalizado Bonobo, Hugo Cano Fernández, 2016
Anoche presentamos en el ciclo de los lunes literarios del café Zalacaín el primer libro de poemas de Hugo Cano Fernández, Nacionalizado bonobo. Os dejo a continuación el texto que escribí para la ocasión.

Era una noche fría de noviembre. Lo cual es bastante normal, pues estábamos en Murcia, España, hemisferio norte, y en ese lugar y en esas fechas, suele hacer frío. Más aún de noche. En realidad, no podía ser una escena más normal y aburrida. Los niños salían a la calle a cazar Pokémon, no levantaban la vista del móvil, y se ahorraban así ver cómo en un callejón oscuro una muchacha de 15 años escuchaba en silencio, con los ojos enrojecidos, cómo su novio le amenazaba con reventarle la cara si la volvía a ver chateando con ese tío; los viejos, resguardados en sus casas frente al televisor, reafirmaban su indignación ante los putos moros de mierda, que se van a cargar España, rememorando con nostalgia esos tiempos pasados que fueron mejores, quizás 40 o 50 años atrás. Y mientras tanto, a muchos, muchísimos kilómetros de allí, en alguna selva tropical, un bonobo se hacía una paja.
El bonobo, abstraído y despreocupado, agarraba su miembro enhiesto con las dos manos y lo agitaba con brío, estimulando un placer que recorría todo su cuerpo, feliz. No estaba solo, otros bonobos y bonobas se encontraban a su alrededor, entregados a las más diversas actividades, como desparasitarse mutuamente, jugar entre las ramas, comer fruta hasta hartarse, o echar un polvo entre dos machos, un macho y una hembra, un trío, un quinteto, toda una orgía... No se aburrían. Tampoco necesitaban andar puteándose unos a otros para divertirse, no era necesario que el macho agarrara a la hembra por el pescuezo y le sacudiera por detrás hasta hacerle sangre para que este pudiera disfrutar del placer del sexo, tampoco era necesario que uno de los monos sometiera al resto a su ley, castigando duramente cualquier salida de tono de algún bonobo atrevido, cada uno hacía lo que le daba la gana, sin hacer daño al resto. Aquella utopía anarquista parecía un sueño vista desde la fría Murcia aquella noche de noviembre.
Pero no es de bonobos de lo que veníamos a hablar. Veníamos a hablar de otra clase de primates, de unos primates que sí parecen necesitar putearse entre ellos para estar a gusto, de unos primates que se llenan la boca con las palabras civilización, occidente y libertad, pero que, cuando se van a dormir todas las noches, necesitan taparse los oídos para dejar de escuchar al niño muerto que llora debajo de su cama. Veníamos a hablar de unos primates que se llenan la boca con la palabra amor, y se quieren tanto tanto que se odian, se quieren hasta el punto de matarse unos a otros, de esclavizarse mutuamente y amargarse la existencia hasta que no quede otra salida que la vacía, hueca y eterna muerte. Veníamos a hablar de Nacionalizado bonobo, y del tipo peculiar que lo ha escrito, Hugo Cano Fernández.
Hugo es un poeta y un científico. Cuando no está en la facultad de biología, escribe poemas. Entre sus logros como poeta, podemos decir, entre otras cosas, que ha sido mención en el CreaMurcia, ha sido publicado junto a otros poetas jóvenes en la antología Siete menos veinte, coordinada por Diván; ha participado en la exposición multidisciplinar 7+7 que abrió La mar de músicas hace un par de años, ha participado en el primer festival internacional de poesía de la Algameca Chica Raíces, y el pasado mes de octubre publicó su primer libro de poemas, del que pasaremos a hablar en breve. Esta noche se pone una máscara y se nacionaliza bonobo, pero normalmente, se pone un salacot y observa en silencio, toma apuntes, analiza, hace hipótesis, escribe poemas, se sale por la tangente. La primera parte de Nacionalizado bonobo es un sueño sangriento y liberador, anarquista, dadaísta, hermoso, cruel y salvaje. Resuena Tchaikovsky entre sus páginas, vuelan por los aires las casas del parlamento y alguien ve de refilón una máscara de Guy Fawkes perderse entre sus versos. No deja de ser el canto romántico de un adolescente que ha visto suficientes veces la sección de sucesos de las noticias como para darse cuenta de que la única solución para todo este estropicio es la muerte o la locura, esa niña del Kalashnikov que debería ser una profeta pastafari, una salvadora de una humanidad sin dios al que rogarle.
Tras el apocalipsis, queda la muerte. Y en la muerte, el único amor posible, es la necrofilia. En los poemas necrófilos de la segunda parte de Nacionalizado bonobo, el sabor barroco de la muerte impregna cada página, y mancha de negro el libro, con escenas que harían ruborizarse a aquellos que en el siglo XVII se corrían escribiendo sobre cómo la bella dama se convertía "en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada". El ser humano, ese primate con malas pulgas, se enfrenta a la fugacidad de la vida, esa distancia tan minúscula que hay entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto. Y en este mundo de criptas y erecciones solitarias, se escucha el llanto y los jadeos de los marginados sexuales, como los llama Joe en Nymphomaniac, aquellas personas marcadas por una sexualidad prohibida y condenadas a cargar en silencio para siempre la cruz de su deseo; el amor, una fuerza que, más veces de las que nos gustaría, puede ser terriblemente dañina, guía los pasos de un sepulturero algo excitado; y la mujer, callada tanto en muerte como en vida, sometida ontológicamente a los deseos de un hombre que es el protagonista de las victorias y los fracasos, queda relegada para siempre al papel de actriz secundaria, malpagada, malvivida, malfollada, malmuerta.
Finalmente, la locura se apiada del poeta, engaña a la realidad y trata de escapar de ella, porque duele ser un hombre, pero como en un mal sueño de Lynch, todo vuelve, se mezcla, se torna confuso y desasosegante, los vivos se juntan con los muertos a la hora de comer, y no parece posible escapar a la visión del monstruo que nos devuelven los espejos. Se escucha en los poemas de esta última parte el eco lejano y difuso, pero presente, de la voz de Leopoldo María Panero, imágenes surrealistas al borde de la locura y, sin embargo, terriblemente devastadoras, un rostro que ríe y llora al mismo tiempo, un cóctel molotov hecho de poemas en llamas.

En fin, no voy a extenderme más. Os animo a todos a leer Nacionalizado bonobo.

Reseña de Diego Sánchez Aguilar

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