4/6/17

Música y espacio: Un repaso de los discos y lugares en los que me he ido (re)encontrando durante los últimos tres meses

Mapa de Argentina.
Hoy hace casi tres meses que salí de España para iniciar una nueva etapa transitoria en Argentina. Pero este ni es ni ha sido nunca un espacio dedicado a exponer de un modo exhibicionista los acontecimientos que componen mi vida, desde su origen ha sido y será un espacio para hablar de música, cine y poesía. Sin embargo, encuentro pertinente comenzar esta entrada haciendo referencia a ese hecho, pues hace más de tres meses que no escribo nada y me parece lógico y normal dar una razón que justifique, al menos parcialmente, ese hecho. Mi estancia en Argentina ha supuesto un golpe que ha sacudido mi rutina llenándola de nuevos intereses que han ido sustituyendo poco a poco a las horas de procrastinación que antes poblaban mis días y en cuyo contexto nació este blog. Actualmente me hallo enfrascado en la escritura de una novela (de cuyo contenido no voy a hablar aún), tengo que leer cuatro novelas para una de las materias que estoy cursando en la Universidad Nacional de Córdoba y planeo hacer un viaje a Tierra del Fuego en menos de un mes, cuando termine todos los exámenes que se me vienen encima. Sin embargo, en este momento, 21:16 hora de Argentina, un domingo muy domingo, he decidido tomar el tiempo que me queda antes de irme a dormir y desengrasar mi teclado con una nueva entrada de Espacio Coyote. No se acostumbren.
Portada de Pygmalion, Slowdive, 1995.
Esta noche vengo a hablaros de algunos discos que, de un modo u otro, estuvieron presentes en mi vida durante mucho tiempo, pero que nunca llegaron a calarme del todo, y no fue hasta que se dieron ciertas circunstancias externas que su sonido consiguió conquistarme definitivamente. El primero del que voy a hablar es Pygmalion (1995), de la banda británica Slowdive. Llegué a Slowdive hace aproximadamente dos años, a partir de un artículo de la revista Pitchfork donde se hablaba de otro de los discos de la banda, Souvlaki (1993), tras cuya escucha quedé notablemente gratificado y decidí hincarle el diente al resto de su discografía. Lo que me gustaba de Souvlaki era la riqueza de su sonido, que en un mismo disco pudieran sonar temas tan radicalmente distintos como Machine gun, Sing, Souvlaki Space station, When the sun hits y Dagger; y seguir sonando coherente, emotivo y estimulante, pasar de temas cargados de energía a baladas acústicas sin resultar aburrido, el modo en que se entrelazaban las guitarras, los efectos que lograban con los teclados, la mezcla de los dos registros vocales... Souvlaki era y es un viaje. Pero Pygmalion no tiene nada que ver.
Cataratas de Iguazú, lado argentino.
El tema que abre Pygmalion, Rutti, es una pista de diez minutos en la que lo que más abunda es el silencio, salpicado por ocasionales intervenciones de guitarra acústica y voz, a las que progresivamente se va sumando una percusión que, si bien agiliza la música, nunca llega a animarse del todo. Volvía de Puerto Iguazú, en la provincia de Misiones, tras haber pasado un fin de semana visitando las cataratas, cuando decidí darle una nueva oportunidad a este disco profundamente aburrido que hasta entonces me había parecido un ejercicio pretencioso y poco imaginativo por parte de una banda que se quedaba sin ideas. Las cataratas de Iguazú habían constituido un espacio apropiado para escuchar Souvlaki, un viaje donde se conjugaban todas las emociones, un lugar donde el corazón se te salía y no sabías qué decir porque te resultaba imposible comprender racionalmente que lo que estabas viendo pudiera existir, el terror y la fascinación se unían y solo podías detenerte y contemplar en silencio lo sublime. El retorno, la pampa, fue Pygmalion. Cuando procedes de un país como España, no comprendes lo que es la inmensidad y el vacío. No imaginas lo que es recorrer veinticuatro horas de carretera y que la mayor parte de ese recorrido la constituya una inmensa planicie donde lo único que verás es tierra y matorrales, ni una montaña, ni una casa, ni una estación de servicio en muchísimos kilómetros, solo la carretera y la inmensidad. Y eso también es increíble. En ese contexto, Pygmalion adquiere sentido.
La pampa.
Los temas de Pygmalion respiran en la pampa. Y a su vez, la pampa se resignifica con los sonidos lentos, cadenciosos y repetitivos de Pygmalion. Escuchas un tema como J's heaven, con esa línea de guitarra, mientras se suceden las líneas de la carretera y la voz de Neil Halstead repite una y otra vez la misma pregunta (¿no es acaso breve la vida? ¿no es acaso tan breve la vida?) y tomas consciencia de tu tamaño frente a la nada inmensa, de la soledad más grande del mundo, y de la belleza que se puede substraer de todo ello. Cada pista de Pygmalion funciona como la banda sonora de un destierro, la canción triste de quien se sabe perdido en un mundo donde las distancias son insalvables, donde expresarse es casi imposible y la voz se pierde formando un eco como única respuesta, donde las preguntas se repiten una y otra vez como un mantra, como un estado mental. Miranda, las anteriormente citadas Rutti y J's heaven; Visions of LA o el cierre All of us, son motivos más que suficientes para sumergirse en el abismo de Pygmalion. Y convertir la mente en una inmensa planicie desnuda, inmensa, donde el pensamiento se hace ancho, y el ego, pequeño; donde callar la vida y pensar el silencio que la habita.
Portada de Struggle for pleasure, Wim Mertens, 1983.
El siguiente disco del que vengo a hablaros es Struggle for pleasure (1983), del pianista y compositor belga Wim Mertens. Llegué a Wim Mertens a partir de la recomendación de un amigo que me habló de su tema Circles, contenido en su obra de 1988 Maximizing the audience de la cual ya hablé aquí. Tiempo después de llegar a escuchar ese disco llegó a mis manos la película de Peter Greenaway The belly of an architect, cuya banda sonora la componen, entre otras cosas, temas de Struggle for pleasure, y fue uno en concreto, titulado Close cover, el que me animó a escuchar el disco. El resto de lo que encontré ahí poco o nada tenía que ver con ese Close cover que me había enamorado.
Córdoba, Argentina.
Y es que Struggle for pleasure es un disco lleno de contrastes, de texturas y colores opuestos que se contraponen con violencia de una pista a otra, algo con lo que difícilmente podía identificarme cuando llegué a él por primera vez. Y ha sido ahora, que mi vida se ha hecho pedazos, llenándose de contrastes que rara vez dejan espacio a la monotonía, ahora que un aluvión de experiencias me satura hasta casi asfixiarme y todo ha pasado demasiado rápido; cuando he podido sentirme identificado en la música de Struggle for pleasure, en Córdoba, Argentina. El día que llegué al lugar donde vivo ahora, mis compañeras de piso me preguntaron por mi fecha de nacimiento y a partir de ahí comenzaron a hablar de lecturas astrológicas extrañas basadas en el calendario maya, hablaban de la luna, de la mano rítmica azul y mil cosas más que ni entendía entonces ni creo que vaya a entender ahora, fue como internarme en un lugar donde la razón no funciona, fue mi bienvenida a Latinoamérica. Paralelamente, Struggle for pleasure se abre con un tema llamado Tourtour, un tema sinuoso y místico que funciona como una introducción mágica hacia lo desconocido y lo innombrable. Struggle for pleasure dura unos cuarenta y cinco minutos y lo componen once temas radicalmente distintos, desde la épica del tema titular y la intensísima Gentleman of leisure a la melancolía de Close cover pasando por el esoterismo de Tourtour y Bresque, o lo burlesco, extraño y carnavalesco de Inergys; del piano más íntimo a la orquesta más loca. Si Pygmalion es un disco para pisar el freno y reflexionar, Struggle for pleasure es un disco para vivir con el pie puesto en el acelerador, con todo lo bueno y lo malo que ello pueda suponer, un disco de espacios pequeños y en constante cambio.
Portada de Virgins, Tim Hecker, 2013.
Finalmente, vengo a hablaros del productor de música electrónica experimental canadiense Tim Hecker. Descubrí a Tim Hecker hace cuatro años, cuando iba al instituto y aún no odiaba la revista Playground. Por entonces escribían reseñas de discos, y en aquel 2013 Tim Hecker lanzó al mercado su séptimo album de estudio, Virgins, del cual se hicieron eco en la revista en cuestión. Nunca entendí ese disco, a día de hoy sigo sin escucharlo (aunque puede que pronto vuelva a intentarlo), pero su aparición en mi vida fue motivo suficiente para tener en cuenta el nombre de Tim Hecker y sentir cierta curiosidad por el resto de su obra. Su sonido era demasiado extraño y original como para no prestarle un mínimo de atención. Describir Virgins es difícil, y no siento haberlo escuchado lo suficiente como para poder elaborar una descripción fiel de su sonido, pero básicamente, lo que uno percibe en unas primeras escuchas de ese disco es una manipulación extrema de los sonidos propios de una orquesta de cámara clásica, manipulación que llega a tal extremo que te hace dudar de si lo que estás escuchando puede ser considerado música, pero no dejas de percibir que ahí hay un piano, ahí un violonchelo, y todo está cohesionado de tal manera que percibes que hay una estructura, una estructura rarísima que no responde en absoluto a los cánones de lo que estás acostumbrado a escuchar, pero estructura: no es el reino del caos.
Portada de Ravedeath, 1972, Tim Hecker, 2011.
Virgins me llevó a escuchar Ravedeath, 1972, pero nunca le presté demasiada atención, no es un disco para ser escuchado de fondo en los altavoces del ordenador mientras buscas cosas en internet. Pasaron los años y ahí quedó Tim Hecker, registrado en un rincón de mi memoria como un tipo canadiense que hacía cosas raras con el sonido, y no sería hasta el año pasado, cuando lanzó Love streams (del que hablé aquí) que volví a interesarme por él. Ya hablé de ese disco en el blog y se me está haciendo un poco tarde, así que no voy a insistir más sobre él, pues tampoco es de él del que venía a hablar, sino de Ravedeath, 1972, y un poco de Harmony in ultraviolet (2006). Llegamos al momento al que quiero llegar, estamos en Córdoba, Argentina, nos disponemos a hacer un viaje a la ciudad de Mendoza, junto a la frontera con Chile, desde donde planeamos acceder a la cordillera de los Andes y visitar las faldas del Aconcagua, uno de los tres picos más altos del mundo. Introduzco en mi móvil Ravedeath, 1972 para dormirme en el autobús, y un disco que aún no he escuchado de Hecker, Harmony in ultraviolet. Selecciono The piano drop, la pista que abre Ravedeath, 1972, cierro los ojos y le doy al play. Me doy cuenta de que esta no es música para quedarse durmiendo.
Hugo Mujica, Escrito en un reflejo, "28", 1987.
De pronto tomo consciencia de la lucha que se está desencadenando en mis auriculares, una lucha entre la música y el ruido, y me asombro ante el equilibrio impensable que logra Hecker encontrando un punto de intersección donde la melodía nunca llega a materializarse ni a desvanecerse del todo, donde la armonía conduce la emoción y el ruido se convierte en narración épica de la decadencia del sonido en la era de la producción industrial masiva. Escucho Ravedeath, 1972 mientras observo al resto de pasajeros, con sus auriculares, mirando sus pantallas, todos iguales, y siento que estoy escuchando la banda sonora de ese momento. Me sorprendo ante la intensidad evocadora del sonido que logra Hecker mediante la manipulación de la tensión  existente entre lo mostrado y lo oculto, esa manera de conducir la narración sonora constantemente por una tierra inexplorada comprendida entre dos mundos conocidos, siendo fácil distraerse por los elementos familiares y difícil centrarse en lo evocado, lo sugerido, lo conjurado. Actualmente leo la poesía de Hugo Mujica y no puedo dejar de pensar que ambos artistas consiguen, con lenguajes radicalmente distintos un mismo objetivo: evocar lo innombrable.
Portada de Harmony in ultraviolet, Tim Hecker, 2006.
Volvemos al viaje a Mendoza. Ya instalados en el hostel, emprendemos la ruta hacia la cordillera. Conforme nos acercamos y la guía recita malamente un par de notas de dudoso rigor científico sobre las montañas y su fauna, decido hincarle el diente al otro disco de Hecker que he traído conmigo, Harmony in ultraviolet. Las montañas se van dibujando inmensas sobre el horizonte, y comienza a sonar Rainbow blood. Las montañas hablan, y su lenguaje es música. La línea del horizonte se torna curva, se dobla, se parte, se cruje, la tierra se levanta y no somos más que un punto diminuto junto a una masa descomunal que tiene dibujado sobre su piel el paso de millones de años. La música sabe lo que siento. Un tema titulado Palimpsest transita brevemente mi lista de reproducción, la tierra es un palimpsesto gigante donde la historia se reescribe una y otra vez, estilizando su figura, creando la armonía. Llegamos al Puente del inca, se escucha Whitecaps of white noise, nieva. Las montañas rugen de frío bajo la inmensidad blanca del sonido. Las piedras cantan la soledad de los titanes. Me estremezco ante lo intimidante de lo sublime. Volvemos a casa, suena Blood rainbow, se cierra el círculo.

Los Andes.
En fin, son las 23:30, hora de Argentina, de un domingo muy domingo, y hasta aquí llega este recorrido por algunos de los espacios y sonidos en los que me he ido (re)encontrando a lo largo de los meses que he estado en Latinoamérica. Que la música guíe vuestros pasos. Seguimos viviendo.

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