Ilustración de Yoshitaka Amano para la portada de Final Fantasy X |
Últimamente
no dejo de escuchar "To Zanarkand", la pieza de piano con que se
inicia el videojuego de 2001 Final fantasy
X. He escuchado la versión original, la orquestada para Distant Worlds II: More music from Final fantasy,
la aún más romántica versión de piano de Piano
collections: Final fantasy X, una versión que hay rondando por youtube bastante horrible de un tío
cantándola a capella, otra
interpretada con violín... En fin, todas las versiones habidas y por haber. Hay
algo hipnótico en su melodía. Una estructura cíclica perfecta, un
sentimentalismo cursi pero al mismo tiempo innegablemente estético que hace de
su escucha un placer entre nostálgico y erótico de irrefrenable fuerza evocadora.
En una palabra: traslada. Es una música con la cualidad increíble de poder
alargarse hasta el infinito sin resultar prácticamente reiterativa, una escucha
extremadamente fácil y placentera lograda mediante la elección de arpegios y
acordes que siempre retornan al punto de partida constituyendo un ciclo: la
búsqueda constante del círculo con una precisión casi matemática. Esto está en
"To Zanarkand", como también está en el resto de temas que componen
las bandas sonoras de la saga Final
fantasy y de otros JRPG como Dragon
Quest, Xenoblade o Chrono Trigger. En cierta forma, esto
las acerca a otros géneros musicales como el de la música ambient o la composición tradicional de bandas sonoras para cine y
televisión, pero hay diferencias entre los tres géneros.
El
ambient, tomando las ya repetidas
hasta la saciedad palabras de Brian Eno, es una música tan interesante como
ignorable. De las tres músicas mencionadas, es la que menos atención exige al
oyente, pues su finalidad no es tanto evocar un sentimiento o una idea como
crear una atmósfera, un clima propicio para, en realidad, cualquier cosa. La
banda sonora cinematográfica tiene un componente emocional más marcado: si bien
la finalidad de una buena banda sonora no es conducir la emoción que hila las
imágenes, sino simplemente acompañarlas (bien para reforzarlas, bien para
contrastarse con ellas, bien para suplir el silencio, etc.), la banda sonora no
es ignorable, o por lo menos su finalidad no es ser ignorada; la banda sonora
sí evoca de algún modo (aunque, por supuesto, esto puede ser rebatible ya que a
día de hoy, con la ruptura de los cánones, la banda sonora deja de ser un
género como tal y cualquier cosa puede ser banda sonora, desde un tema ambient hasta un hit pop pasando por la música noise:
yo me estoy refiriendo aquí a la banda sonora más clásica). En cualquier caso,
la película dura una hora y media, dos horas, tres a lo sumo, te cuenta su
historia con su planteamiento, nudo y desenlace, finaliza y a otra cosa. Los
temas de la banda sonora funcionan como canciones, cuentan con una cierta
narración que funciona en consonancia con la macroestructura en la que se
insertan, y a veces son también sustraibles de ella y se popularizan de manera
independiente, volviéndose música susceptible de sufrir una banalización
ridícula (Titanic, Carros de fuego, Requiem por un sueño... La lista es infinita). La banda sonora de
los JRPG es distinta.
Mural basado en el mundo de Final fantasy |
Lo
primero que llama la atención en la diferencia entre un JRPG y una película es
su duración: completar uno de estos juegos, generalmente, puede llevar entre
cincuenta y cien horas de juego (más cien que cincuenta, cincuenta son muy
pocas). Lo segundo es, obviamente, la interacción: el videojuego exige la
participación activa del jugador, y esto implica dos cosas: un proceso de
inmersión brutal por parte del jugador y una experiencia de juego necesariamente
personalizada para cada persona. El jugador, al mando de un personaje
protagonista tiene la posibilidad de recorrer los escenarios del juego dentro
de una cierta libertad de acción y movimiento, marcando él el ritmo de la
historia, decidiendo con quién interactuar, con quién no, qué zonas explorar,
qué hacer en ellas, etc. Todo esto, por supuesto, tiene infinitos matices y
varía enormemente de un juego a otro; por poner un ejemplo, algunos incluyen
mecánicas de toma de decisiones mediante las cuales la historia varía según sea
la trayectoria del jugador, conduciéndolo a uno de los múltiples finales
posibles, mientras que otros no: da igual lo que hagas, el final va a ser el
mismo, la historia es invariable, lo único que cambia dependiendo de tus
actuaciones es que explores más o menos determinadas facetas del mundo del
juego en cuestión. Las mecánicas de juego (sistemas de batalla, interacciones
con otros personajes, desarrollo de habilidades, inventario de objetos) también
son distintas de unos juegos de rol a otros, especialmente si contrastamos los
paradigmas del rol occidental y el rol japonés, pero todo esto podría acabar
alargándose muchísimo y tampoco es mi intención con este artículo analizar el
funcionamiento técnico de un juego de rol. Volvamos a la música.
Retomemos
los dos conceptos que he lanzado al principio a propósito de "To Zanarkand":
traslado y circularidad. Si escuchamos la versión original de esta pieza de
piano tal y como aparece editada en la banda sonora oficial del juego, veremos
que la pieza no concluye. En sus 3:04 minutos de duración está contenida una
melodía que, introducida por un breve preludio (00:00 - 0:25, más o menos), se
repite dos veces completa (00:25 - 01:35 y 01:35 - 02:45) y comienza a sonar
una tercera que no llega a concluir, perdiéndose el sonido en un fade out. Esto quizá sería posible en
una pieza ambient, pero no es tan
típico, en el ambient opera mucho más
el concepto de variación: encontramos desde obras en las que una melodía se
repite introduciendo pequeños cambios que se van acumulando durante toda la pieza
(por ejemplo, el tema "Requiem for dying mothers, part 1" de The tired sounds of stars of the lid (Stars
of the lid, 2001)) hasta obras en las que la melodía nunca se llega a perfilar
del todo y la variación se extiende a lo largo de toda la pieza constituyéndose
como elemento central que permite a la música alargarse indefinidamente con una
estructura totalmente abierta (como ocurre en Reflection (2017) o en Lux
(2012), ambas del citado Brian Eno). La música de los videojuegos de rol no
puede funcionar así, sencillamente, porque está pensada para ser eterna, para
poder sonar sin parar durante todo el tiempo que el jugador pase en una
determinada fase del juego. ¿Y cómo es posible hacer esto sin volver loco al
jugador en cuestión? Mediante un dominio impecable del poder de traslado de la
música: mientras estás jugando, estás en otra parte. El videojuego construye un
nuevo mundo posible en el que el jugador se halla inmerso, y la música es un elemento
clave para lograr esto.
Ilustración de Yoshitaka Amano sobre Final fantasy VI |
Tomemos
algunos ejemplos de la saga Final fantasy:
en Final Fantasy VI, tenemos un gran
mapamundi por donde nos podemos desplazar con bastante libertad, y en su
inmensidad se encuentran las distintas localizaciones a donde tendremos que ir
durante el desarrollo de la aventura según nos dicte el hilo narrativo. El
mapamundi es el universo completo de Final
fantasy VI, un mundo al que el jugador acabará amando y por cuya salvación
luchará de la mano de personajes tan carismáticos como Terra, la protagonista,
una mujer con habilidades mágicas que ha perdido la memoria tras ser utilizada
por el imperio con fines maliciosos y se enfrenta constantemente al horror de
ignorar su propia personalidad, pasado y naturaleza mientras colabora con un
grupo de rebeldes que, en realidad, también podrían estar manipulándola; o Celes,
una ex comandante del imperio que decide unirse a los rebeldes en su lucha sin
lograr ser aceptada por completo y conviviendo constantemente con la culpa por
sus acciones pasadas. El mapamundi, como representación figurada de ese mundo
posible, adquiere una carga simbólica y afectiva extraordinaria. Y el tema que
suena mientras nos movemos por él, "Tina (Terra)", es un tema épico,
grandioso, que se repite hasta la saciedad pero que viste de tal modo este
mundo toscamente dibujado que nos hace trasladarnos a él, nos hipnotiza y se
convierte en un elemento de fondo que mantiene constantemente ese sentimiento
de grandiosidad en nosotros, jugadores, sin llegar nunca a aturdirnos. Otros
temas compuestos para vestir los mapamundis de Final fantasy que logran maravillosamente este efecto de inmersión
serían por ejemplo el "Main theme" de la segunda entrega, o el de la
cuarta, ambos de enorme belleza y poder evocativo. Si bien estas últimas
composiciones, al pertenecer a videojuegos muy antiguos (Final fantasy II es de 1988; Final
fantasy IV, de 1991; y Final fantasy
VI, de 1994), tienen un sonido tosco que a día de hoy suena desfasado, en
su composición sigue existiendo esa fuerza brutal de evocación de mundos
posibles, cuya belleza y perfección queda fuera de dudas cuando escuchamos
versiones contemporáneas reinterpretadas por instrumentos de orquesta.
Es,
efectivamente, indudable, la calidad y el mimo con que están compuestas las
bandas sonoras de la saga Final fantasy.
También lo son las de Dragon quest y
otros juegos de rol, también lo son otros aspectos de la saga Final fantasy como el apartado gráfico,
y muy especialmente las ilustraciones realizadas por Yoshitaka Amano para las
primeras entregas (ya han aparecido alguna vez en este blog ilustrando poemas).
Pero en fin, he decidido centrarme en la música de Final fantasy porque es lo que últimamente más me interesa. Escuchando
hoy las bandas sonoras de estos videojuegos y sintiendo el profundo placer que
me produce hacerlo, a la vez que rememoro todo el tiempo de mi vida que he
invertido experimentando el proceso de jugar a estos videojuegos (y la palabra proceso es pertinente aquí dada la
descomunal extensión temporal de cada uno de los juegos en cuestión), comienzo
a pensar en las virtudes y defectos de este tipo de entretenimiento. Jugar a Final fantasy es vivir un sueño, y
mientras se vive ese sueño, se sueña la vida.
Final fantasy plantea una utopía: plantea la
posibilidad de abandonar temporalmente la realidad tangible y entrar en otro
mundo posible donde todo está medido para que funcione, donde la música es un
manto hermoso que te arropa y te hace sentir bien, te hace sentir que cada
momento tiene su por qué, que la vida en ese lugar es una aventura diseñada
para que tú la vivas, para que experimentes el placer, la alegría, el dolor, la
tristeza, pero nunca el sinsentido ni la angustia de existir de cara a la nada.
Eso queda atrás. Cuando ves una película o lees una novela, necesitas disponer
de la serenidad necesaria para adquirir una actitud receptiva ante el contenido
de la obra en cuestión, dado que tú eres un sujeto pasivo cuya principal misión
es la de recibir información y asimilarla en la mente (aunque ciertas escuelas
receptivas pongan esto en duda, no considero sus argumentos relevantes para la
comparación que trato de hacer acá). Con el videojuego no: en el momento en el
que tomas el mando, tú tienes el control, y el videojuego te aporta los mecanismos
necesarios para que centres tu atención en ese mundo nuevo donde tú eres el
protagonista y tus acciones importan, anulándose así el pensamiento de la
realidad externa al juego. Se activa un pensamiento distinto, tus
preocupaciones pasan a ser las de tu personaje durante el tiempo que estás
dentro del juego, asumes un rol externo para vivir otra vida, y así, poder huir
de la realidad. Obviamente, este entre comillas peligro no es relevante como
para tildar a los videojuegos de un entretenimiento perjudicial como se
acostumbra a hacer entre los medios de comunicación y ciertas figuras de la así
llamada alta cultura, y nada hay más
lejos de mi intención con este artículo que reforzar esa idea: encuentro en el
JRPG una obra artística interdisciplinar donde se combinan música, comunicación
audiovisual, narrativa e interacción de manera sublime, especialmente en juegos
como Final fantasy VI y X (por ser esos dos quizá los que a mí
más me han marcado en mi experiencia personal).
Dicho
esto, quiero continuar con mi reflexión sobre los peligros escapistas de Final fantasy. Por poner un ejemplo, pienso
en los hikikomori en Japón:
individuos jóvenes, recién entrados en la edad adulta la mayoría de ellos, que
en un determinado momento, sin aparente explicación, deciden encerrarse en su
cuarto sin salir y sin mantener ningún tipo de contacto con el resto de la humanidad
durante meses, e incluso años. Se aíslan en su habitación, se alimentan
pidiendo comida a domicilio y pasan su tiempo viendo anime y jugando a videojuegos. Les aterra abandonar su habitación y
entablar diálogo con el resto de seres humanos. Pienso en Japón: tener un hikikomori en la familia es una
vergüenza que debe ser ocultada, el hikikomori
no debe recibir ayuda y debe decidirse a salir por sí mismo. Pienso en Japón:
la sexualidad es férreamente restringida y censurada socialmente, las
relaciones interpersonales están rígidamente marcadas por protocolos de
cortesía; la puntualidad, la profesionalidad, el rigor y la disciplina son
elementos fundamentales de toda educación; la homosexualidad es motivo de
rechazo, el sexo es sucio y censurable; la mujer es un objeto de deseo del
hombre que debe satisfacerlo, no cuestionarlo y cuidar de sus hijos cuando los
tenga. Pienso en Japón: crecer en una sociedad así debe ser agotador, incluso
insoportable. Pienso en los hikikomori:
comprendo que deseen huir.
Luna sea, Yoshitaka Amano |
Vuelvo
a mi realidad más inmediata: vivir en la sociedad occidental manteniendo un
cierto grado de autoconsciencia y crítica me conduce irremediablemente a
desarrollar una visión nihilista de la existencia. La no experimentación
directa de un autoritarismo social, la vida en un contexto neoliberal, me lleva
a analizar las conductas del ser humano de mi entorno, que opera según el libre
albedrío y demuestra una y otra vez su incapacidad para hacer el bien (y aquí
me pongo un poco moralista, qué le voy a hacer). Tampoco voy a argumentar mucho
toda esta parte porque no es mi intención profundizar en la cuestión nihilista,
pero saco esto a colación para plantear un panorama de desencanto existencial
posible en el cual situar la aparición de una puerta de escape: Final fantasy.
Ilustración de Yoshitaka Amano sobre Final fantasy |
Concluyendo,
encuentro en los JRPG un objeto artístico suficientemente atractivo como para
proveer al consumidor la posibilidad de sustituir durante un extenso periodo
temporal su vida por una vida fantástica y cómoda, ficticia pero apacible. Y
este hecho me resulta tan fascinante como preocupante. Saber que volveré a
escuchar "To Zanarkand" desde mi habitación en Córdoba, y sentiré
escuchando esa música una nostalgia de un mundo ideal, un mundo que no existe y
no ha existido nunca, un mundo imposible en el que sin embargo he llegado a ver
la posibilidad de existir tranquilo, liberado de la ansiedad y la angustia que
a veces se apoderan de mí en el mundo real. Finalmente, me pregunto si
refugiarme en esa huida hace de mí un cobarde.
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